Antes del terremoto de hace un año las plazas y parques no eran muchos, pero los había. No sólo en el centro de la capital haitiana, en los alrededores del Campo de Marte, del Palacio Nacional, y plazas aledañas. Los espacios públicos abiertos se dispersaban por distintas zonas de Puerto Príncipe. Hoy son lugares abarrotados de gente, donde no queda ni un centímetro cuadrado libre. Gente que llegó de manera provisional, buscando, tras el terremoto, un refugio. Hoy ya están ahí para quedarse.
Curiosamente el refugio que buscaban no era el de un techo, todo lo contrario; lo que aquel movimiento telúrico desató fue el pavor por tener encima de la cabeza algo distinto al cielo. Pero el sol justiciero del Caribe, primero, y las lluvias inclementes después, llevaron a aquellos miles de improvisados “okupas” de los espacios públicos a cubrirse con lonas o con plásticos.
Aunque pueda parecer increíble, esas plazas y parques se han ido convirtiendo en nuevos barrios, barrios con viviendas de plástico y madera, pero barrios al fin de cuentas, con auténticos dédalos de calles y callejones y pasadizos, a veces laberínticos, en los que uno se adentra con pudor, cuando el pudor es algo que tiene que ver con los prejuicios o las conveniencias sociales que uno trae de fuera. Uno siente pudor por ver a una mujer con los pechos al aire y para esa mujer no significa nada. Y uno fotografía sin sentir pudor el rostro de otra mujer y eso sí les resulta ofensivo.

La fisonomía de Puerto Príncipe ha cambiado y es imposible saber por cuanto tiempo. Lo que no ha cambiado y resulta difícil creer que cambiará alguna vez es la indescriptible miseria de la población haitiana. Especialmente ahora, en Puerto Príncipe. Ya ni siquiera les quedan plazas o parques en los que refugiarse en la próxima catástrofe.
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